martes, 20 de enero de 2009

Entrada a la música


E
l lenguaje sonoro, como inabarcable tronco que imparable se ramifica, o como creciente río al que inacabables variaciones afluyen, despertó los apetitos y los fue saciando, para acrecer de nuevo la apetencia en su fluir continuo de ritmos, melodías y armonías, mientras el gusto cambiaba y persistía, las sonoridades salían o se quedaban, desde la ligereza a las complejidades de la música clásica, del desnudo canto al sinfonismo orquestal, de la cuerda al viento, del folklore musical al jazz, del sonoro clímax a las profundidades del silencio.

La irrupción volcánica de
Beethoven dejó honda huella. Llegaron vientos eslavos con los vibrantes acentos de Dvorak y Tchaikovsky. Se impuso Mozart con su clasicismo inalcanzable. Me detuve en las líricas aguas de Schubert y de Schumann. El fascinante impresionismo de Debussy y Ravel no halló en mí la indiferencia. Arraigó la inmensidad de Mahler y se abrió el oído a la de Bruckner. La luminosidad de Falla y el universo de Stravinsky me colmaron. Y en la singularidad de Sibelius hoy reposo.

El mundo extraño de los ritmos sincopados penetró por los poros musicales más transigentes, abiertos y flexibles a combinaciones no academicistas. Poco a poco… hasta hacerse necesario como el agua. Desde los equilibrados pioneros de Nueva Orleáns y el gran
Louis Armstrong, comedido y melodioso, hasta las disonancias del Free Jazz. Y entremedias, Swing, Bebop, Cool… Negros y blancos con el innovador lenguaje de la negritud. Parker, Gillespie o Monk, y Baker, Mulligan o Getz. Suprema improvisación, ya inmortal, del arte sonoro.

Entré a la
música sin percatarme… y entró ella en mí para quedarse.

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