domingo, 26 de mayo de 2013

Anton Bruckner, sinfonista

Anton Bruckner 

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Si alguien habla del mejor sinfonista de todos los tiempos, solo la existencia de Beethoven o Mahler puede hacernos pensar que no se refiere a Anton Bruckner. Su música es tan colosal como lo era su mansedumbre. Proveniente del ámbito campestre, al llegar a Viena para desarrollar su carrera tuvo que enfrentarse a una sociedad que tendía a subestimarlo por sus maneras más bien alejadas de la artificiosidad mundana tan característica de las grandes urbes. Allí conoció a grandes popes del mundo académico; entre ellos varios músicos que, después de examinar sus enormes partituras, solo se avenían a promoverlas o ejecutarlas a condición de que el compositor les introdujese drásticos cortes y modificaciones, con el fin de “hacerlas más accesibles para el público”. Beethoven o Brahms seguramente hubieran respondido a estas sugerencias con un puñetazo, pero Bruckner no tenía esa personalidad y decidió que lo mejor era halagar la vanidad de esos caballeros, haciendo y dejando hacer lo que quisiesen. Pero guardó celosamente los originales confiando en que, aunque tuviesen que pasar algunas generaciones, su música finalmente se abriría paso por entre las adulteraciones que gente fatua o amigos bienintencionados le infligieron. Esta es la razón de que exista hoy más de una versión de varias de sus sinfonías. Muchos lamentan esa situación porque no siempre quedan claro las preferencias definitivas del autor, pero hay que comprender que de no haber seguido esa estrategia concesiva, probablemente sus obras seguirían siendo tan desconocidas hoy como lo fueron durante casi toda la vida del maestro. Desconoceríamos el mundo íntimo de las primeras sinfonías, que expresan una combinación de amabilidad, melancolía y fiereza. No habrían llegado hasta nosotros la soberbia concepción de la Quinta, el reposo de la Sexta, la luminosidad de la Séptima, la tristeza de la Octava y la sensación de proximidad de lo ultraterreno que produce la Novena. Son todas obras poderosas y originales, de un estilo inconfundible, que no transmiten nada de la indecisión, timidez u obsecuencia que algunos distraídos contemporáneos del compositor le achacaron».

Esta es una opinión sobre el Bruckner sinfonista, su principal contribución a la historia de la música. Tras el desarrollo clásico de la sinfonía como forma musical, realizado por Haydn y Mozart, y la posterior revolución beetoveniana, y antes de la llegada de Mahler y Sibelius, dos grandes compositores de sinfonías Bruckner se erige como figura destacada en el campo sinfónico. La enormidad de las partituras sinfónicas de este compositor manso y confiado, que en principio abruman, es hoy en día más abordable que antes: proliferan las grabaciones y el acceso en la red nos brinda una oportunidad como nunca había existido para deleitarse con ellas. Sus dimensiones precisan un oído entrenado, pero en cuanto se asimilan y se saborean, uno asiste a un enorme despliegue de belleza sonora que parece inacabable.

Si la Cuarta y la Séptima son las sinfonías más populares de Bruckner, y la Novena es considerada redonda, pese a la ausencia del movimiento final, la Octava llegó a ser calificada como «sinfonía de las sinfonías o cumbre de la sinfonía romántica». De ésta, propongo ahora la escucha del arrebatador final de su tercer movimiento (Adagio. Feierlich langsam, doch nicht schleppend). Disfruten de una gran música.


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